Jesús vino a traer fuego

Cuando leemos el título de este tema podríamos pensar que algo no concuerda, que puede haber algún error. Si lo miramos a la ligera, tal vez sí, pero si nos detenemos un poco veremos que no es cierto. No hay tal conflicto entre traer paz y traer fuego, solo son dos maneras de la manifestación divina con su peculiaridad propia. Estamos acostumbrados a escuchar que Jesús es paz, que vino a traernos esa paz que tanto anhelamos y necesitamos. Cuando recodamos el nacimiento de Jesús, lo primero que se nos viene a la mente es el famoso cántico angelical, “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad porque nos ha nacido el Salvador, el Redentor del mundo”. La promesa de paz es una realidad en el mensaje de salvación a través de la Escritura y la encontramos en muchos de sus libros sagrados. Esto es así para que entendamos que Dios es paz y quiere que vivamos en su paz y que la llevemos, no solamente en nuestro interior sino que la proyectemos a los demás. Jesús va más allá y nos dice “La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. No solamente nos deja la paz, sino que se queda con nosotros aquel que es la Paz misma del Dios increado. Esta es la realidad que más latente está en nuestra mente y corazón, y no es para menos. Jesús vino a traer paz al mundo, no hay margen para pensar otra cosa. Por esta misma razón es que tenemos urgencia de paz en el corto o largo caminar por la vida y en medio de tantas guerras, dolores y sufrimientos. Sin lugar a dudas, necesitamos la paz que Cristo nos ofrece.

Por otro lado, nos encontramos con una aseveración que parece contradecir la promesa de paz para el mundo: “He venido a traer fuego a la tierra” (Lucas 12:49-53). Jesús dice que no vino a traer paz a la tierra, sino un bautismo de purificación. La mayoría de las personas prefieren escuchar un evangelio de gozo, paz y perdón, sin mencionar el sufrimiento ni la negación de uno mismo. Como dirían en mi barrio: “así cualquiera”. No olvidemos que el pecado requiere purificación, pues “nada manchado entrará en el reino de los cielos”. Sin el perdón y remisión del pecado es imposible que haya vida nueva; la vida antigua debe morir para que surja la nueva, como sucede con el grano que sembramos en la tierra. San Pablo lo decía de forma categórica: “morir al hombre viejo”. Cuando escribo sobre esto vienen a mi mente las muchas experiencias vividas durante los retiros y actividades de los primeros años de compartir y trabajar en los grupos de oración de la Renovación Carismática en mi Diócesis. A todos les encantaba el gozo, el avivamiento extraordinario de nuestro ministerio de música y toda aquella expresión de amor y calor divino. Eran unos banquetes que contagiaban a toda la comunidad. Esto era motivo para que nuestra asamblea se llenara con hermanos de todas las comunidades parroquiales de la Diócesis, de otros lugares y pueblos adyacentes. Allí aprovechábamos para evangelizar, instruir, guiar y educar a un pueblo hambriento del Señor, para que no se quedaran chupando la miel del dulcecito, sino que empezaran a comer comida sólida. El Señor derramó muchas bendiciones en su pueblo, para su gloria.

Ahora bien, veamos el porqué de mi enfoque en este tema que, como digo al principio, pareciera tener contradicción. Dios envió la luz al mundo, pero “los hombres prefirieron las tinieblas a la luz” (Juan 3:19). Si nos fijamos en el capítulo 3 del evangelio de San Juan entenderemos mejor lo que dice el Señor. Jesús es la luz del mundo y vino a traernos la verdad de Dios, naturalmente, eso es una realidad indiscutible. El mismo Jesucristo dijo con toda claridad que teníamos que cargar con la cruz de cada día, otra verdad innegable. Por eso, los que se entregan a Jesús son transformados; cuando se examinan a sí mismos y se someten al poder de la cruz y a la obra purificadora de la sangre de Cristo, su pecado muere y ellos crecen en alegría, bondad y paz. No se tiene mucha paz interior porque uno posea muchos bienes, tenga muy buena salud o una linda familia, en pocas palabras, que lo tenga todo en este mundo; definitivamente no. Uno puede ser pobre, tener poca salud y, aunque usted no lo crea, vivir en aridez y sequedad espiritual por mucho tiempo y tener mucha paz interior. Poseer la paz que promete Jesús, la que el nos da y que nadie nos puede quitar, tiene un precio incalculable. No tenga usted la menor duda que llevar a Cristo en el corazón y poseer su paz supera todo lo que pueda ofrecer el mundo.

El fuego que vino a traer Jesús es el fuego del Espíritu Santo, que devora todo pecado, que transforma el corazón de piedra y lo convierte en un corazón de carne, como está escrito en la profecía del profeta Ezequiel. Si nuestro corazón es transformado por el fuego del Espíritu, podremos amar y perdonar como lo enseñó y dio ejemplo Jesús, el Maestro de los apostóles. El sabe amar con el amor de Dios del que nos habla San Juan, “El que no ama, no ha conocido a Dios: pues Dios es amor” (1ra. de Juan 4:8). El ejemplo más claro lo tenemos en el acontecimiento de Pentecostés que nos presenta la acción poderosa de Dios que, una vez descendió el Espíritu Santo sobre los discípulos, se acabó el miedo que ellos tenían a presentarse y proclamar el evangelio de Jesús. Después de esa solemne transformación por el poder del Espíritu Santo se atrevieron a ofrendar sus vidas por Jesús y el evangelio. Vea los primeros capítulos de Hechos de los Apóstoles y lo podrá constatar. Por otro lado, tengamos en cuenta la realidad que vivimos en el quehacer de cada día y lo que pasa en nuestras familias y/o comunidades cristianas. No todos siguen al Señor, o profesan nuestra fe cristiana, y quién sabe cuantos problemas tenemos que sufrir a causa de nuestra fidelidad al Señor. Tendremos que vivir divisiones en la familia pues no todos serán fieles a nuestra fe cristiana. Pero, a pesar de todo, tenemos que vivir nuestro compromiso bautismal, ser sus testigos aunque nos cueste mucho dolor y sufrimiento. “Acuérdatede Jesucristo resucitado de entre los muertos. El es nuestra salvación, nuestra gloria para siempre. Si con él morimos, viviremos con él. Si con él sufrimos, reinaremos con él. En él nuestras penas, en él nuestro gozo. En él la esperanza, en él nuestroamor. En él toda gracia, en él nuestra paz. En él nuestra gloria, en él la salvación” (Vísperas oficio dominical).

Creo que esto pone de manifiesto el hecho de que Jesús vino a traer fuego a la tierra, pues él que es paz y amor, es también fuego devorador. No podemos ser cobardes; tener miedo a lo mucho que tengamos que padecer, sufrir y morir a nosotros mismos porque si lo hacemos con el Señor, él será nuestro consuelo y nuestro cirineo. Él, que padeció tanto hasta sufrir una infame y cruel muerte en la cruz merece que nos inmolemos por su amor y por el bien de nuestros hermanos. Como he dicho tantas veces en otros temas, tenemos que desgastarnos por la gloria de Dios, como lo asegura San Pablo. Entiendo que esto no es fácil pero es posible asistidos con la gracia divina. Pero, si preferimos una vida cómoda, relajada y a sus espaldas definitivamente nos pedirá cuenta el día en que nos llame a la casa de su Padre. No pretendo meter miedo a nadie pero las cosas como son. Sería bueno que pensemos en lo que nos dice San Pablo, nada ni nadie podrá separarnos del amor de Cristo. Por consiguiente, debemos cambiar o modificar nuestra conducta y proceder con actitud positiva en el requerimiento del Señor. Vivamos según su voluntad, su gracia nos basta. Como decía nuestro Beato Carlos Manuel, vivamos para esta noche, la noche de pascua con el Señor para siempre; vivamos para ese día de la pascua definitiva con el Señor. Si nos fijamos en la Historia de la Iglesia nos encontramos con tantos hermanos nuestros que no temieron a la muerte por el Señor y el más recientemente canonizado fue Mons. Oscar Romero. Recomiendo que vean la película, donde se aprecia esta realidad pues recibe el disparo mortal celebrando la Santa Misa. Definitivamente no hay tal contradicción.

Si mantenemos una buena comunión, entiéndase, relación personal con el Señor, podemos estar seguros que él nos enseña y se nos revela más claramente. Entonces es cuando deseamos aceptar todo el mensaje del evangelio. Aquí toma suma importancia el crecimiento espiritual que tanto hemos insistido en los grupos de oración de la Renovación Carismática, en especial con servidores responsables y/o dirigentes. Eso nos lleva a pensar que, el que vino a traer paz al mundo, también vino a traer purificación y liberación con el fuego de su Santo Espíritu. El Señor se ha interesado en dejar bien claro su postura y la que nosotros tenemos que seguir con él. Sus seguidores debían entender muy bien lo que significa seguirlo. El discipulado cristiano es costoso, abnegado, sacrificado; es inmolación con Cristo para gloria del Padre. Es seguir su invitación a cargar con la cruz camino al calvario. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo (Lucas 14:27). Esto está bien claro y no es opcional ni a mi manera, es a la manera del Señor; como él lo ha dicho en tantas ocasiones y lo ha ratificado con su ejemplo. No pretendamos lograr un verdadero crecimiento espiritual sin una apertura a la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y del señorío de Jesús en nuestros corazones. Ánimo hermano, déjate abrazar por Jesús, como hizo San Francisco de Asís, y las bendiciones del Señor no se dejaran esperar. El Señor nunca se deja ganar en generosidad, su generosidad siempre será mayor que la nuestra. Debemos recordar que somos parte de una Iglesia orante que nos enseña y recuerda tantas cosas que nos ayudarán a fortalecer nuestra vida espiritual y que son reconfortantes.

No cabe duda que todos los católicos oramos con la Iglesia cuando estamos en la Santa Misa, que es la oración comunitaria por excelencia. Por la importancia y el valor infinito que tiene el sacrificio incruento (sin derramamiento de sangre) de la Santa Misa, merece de nuestra parte, una muy especial atención. Mi recomendación es que, a ser posible, orásemos también con la Liturgia de las Horas como nos decía y recomendaba el Santo Papa Juan Pablo II en el 5to Congreso Internacional en Roma. El rezo de las horas no es exclusivamente para los sacerdotes y las religiosas, es para toda la Iglesia, para todo el pueblo de Dios. He tenido una grata experiencia y bendición del Señor por medio del rezo con la liturgia de las horas. Las ideas de muchos de mis temas han venido a través del rezo de la Liturgia de las horas, de la lectura de algún texto bíblico o de la meditación de la Palabra entre nosotros. Esto, a su vez, no es tan solo parte de mi oración cotidiana sino que siento la necesidad de llevar el mensaje a otros hermanos para que también puedan ser bendecidos por Dios. Puedo asegurarles que es una experiencia maravillosa, aunque reconozco que no es fácil, pues hay que dedicarle algún tiempo. No podemos tomarlo a la ligera y querer terminar en unos quince minutos. Vienen a mi mente las palabras que acostumbraba decir la Sierva de Dios Madre Dominga Guzmán, OP, fundadora de la Hermanas Dominicas de Fátima: “Para Dios, siempre lo primero y lo mejor”, también decía: “los santos no nacen, los santos se hacen”. Si tomamos en serio la oración con nuestro rezo de las horas, veremos las maravillas del Señor con el pasar del tiempo. No tengo palabras para explicar lo que quiero decir, es una experiencia de vida. En el libro que escribí sobre la Renovación Carismática Católica, pueden leer en su totalidad el mensaje del Santo Padre San Juan Pablo II con respecto a lo que digo de la oración de la Iglesia y muchas otras cosas que nos dijo en su alocución aquella noche bendita, para la gloria del Señor y bendición de la Renovación de todo el mundo.

Recordemos, y tengamos bien presente, que ese mismo Señor que vino a traer paz, gozo, alegría espiritual que nos inunda el alma y nos lleva a vivir como cristianos comprometidos, también vino a traer el fuego de su Espíritu Santo que transforma la vida del creyente. Lo vemos en el relato de Pentecostés depositarse sobre los apóstoles como en llamas de fuego sobre sus cabezas. Así se derramó su Santo Espíritu y transformó a sus discípulos en hombres confirmados en la fe. Hombres valientes y decididos a ofrendar sus vida por el evangelio. A eso estamos llamados los que hemos aceptado el evangelio de Cristo en estos tiempos de crisis espiritual, en este nuestro mundo atormentado por tanto dolor humano y lleno de injusticia y pecado. Estamos alegres porque contamos con el amigo que nunca nos falla, Jesús. Que el Señor te ilumine y te bendiga.