Pienso que muchas veces nos preocupamos demasiado por vivir el futuro, pensando en lo que tenemos que hacer mañana, el mes próximo y aún peor, estamos preocupados por lo que vamos a realizar en los próximos años. No estoy diciendo que no planifiquemos semanal, mensual y anualmente nuestros proyectos a realizar, eso está muy bien. Lo que quiero dejar claro es que no podemos estar preocupados y perdiendo la calma, la paz interior, y afectando a nuestros seres queridos por nuestras preocupaciones injustificadas. Al igual que yo, creo que has escuchado ese dicho popular que dice: “Cada día trae sus propios problemas” que, más que un dicho popular, es el mismo Señor quien lo dice en su palabra. Jesús es aún más específico cuando nos dice en su Divina Palabra y con gran sabiduría: “Por eso les digo: No anden preocupados pensando qué van a comer para seguir viviendo o con qué ropa se van a vestir. ¿No es más la vida que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Miren como las aves del cielo no siembran, ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el Padre celestial las alimenta. ¿No valen ustedes más que las aves?” (Mateo 6:25-26). Cada día trae sus propios problemas, sus propios trabajos, sus propias luchas. Algunas son grandes y persistentes; otras son menores, más bien molestias; algunas son previsibles, otras totalmente inesperadas. Con todo, podemos estar seguros de una cosa: siempre habrá pruebas y problemas. De esto puedes estar seguro, no lo dudes. Pero recordemos lo que nos dice el Señor: “Vengan a mí los que se sientan cargados y agobiados, porque yo los aliviaré” (Mateo 11:28).
A veces, uno cree que puede resolver sus problemas sin ayuda de nadie, y ni siquiera se le ocurre pedirle auxilio a Jesús; en otras ocasiones, simplemente queremos que el Señor haga desaparecer toda dificultad. Pero el secreto para que nuestros problemas se conviertan en oportunidades es encomendarse a Cristo y pedirle que Él esté con nosotros en medio de las tribulaciones, dificultades y problemas. No es hacer una oración pidiendo que el problema desparezca lo que nos hará experimentar el poder de la gracia de Dios, es someternos a su santa voluntad y permitirle que obre en nosotros para su mayor honra y gloria; es abandonarnos en sus manos como Él lo hizo: “Padre me abandono en tus manos, haz conmigo como quieras.” Ríndete a los pies de Jesús y El hará contigo lo mejor que te convenga, puedes estar seguro que nada malo quiere para ti. Y no olvidemos lo que nos dice San Juan Evangelista en su evangelio: “Yo soy la Vid y ustedes los ramas. Si alguien permanece en mí y yo en él, produce mucho fruto: pero sin mí no pueden hacer nada” (Juan 15:5).
La Escritura nos ofrece varias muestras de la promesa de que Dios está siempre con nosotros. El Señor jamás abandonó a los israelitas durante sus 40 años en el desierto (Éxodo 40:36-38); y Jesús, momentos antes de ascender al cielo, declaró: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin de este mundo” (Mateo 28,20). San Pablo escribió unas palabras muy alentadoras que nos deben hacer recapacitar cuando estemos preocupados, desanimados y desalentados: “Estoy seguro que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes espirituales, ni el presente , ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean de los abismos, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Romanos 8:38-39).
Reconociendo la presencia de Jesús hasta en las situaciones más difíciles es como cuando, en medo de la tormenta, los discípulos vieron al Señor caminando sobre las aguas: “Ellos querían recibirlo en la barca y en un momento llegaron a la tierra adonde iban” (Juan 6:21). Así pues, si uno se encuentra en una tempestad de problemas y, viendo a Jesús lo invitas a acompañarte, puedes estar seguro de que llegará a su destino sano y salvo. El Señor utiliza todas las circunstancias para llevarnos a su lado; por eso, cada vez que navegamos atravesando mares embravecidos, en nuestro caminar por esta vida, el milagro de sentirnos reconfortados por la presencia de Cristo hace que cada travesía valga la pena. Quiero terminar esta corta reflexión citando lo que nos dice la segunda carta de San Pedro: “Por eso, queridos hermanos, durante esta espera, esfuércense para que Dios los halle sin mancha ni culpa, viviendo en paz” (2 de Pedro 3:14).