Veamos con detenimiento y atención dos acontecimientos en los cuales Jesús nos habla sin proferir palabra alguna: estos son la Transfiguración y la Ascensión. Vemos que en ambos nos invita a estar con él en la casa paterna. Lo expresa sin palabras pero con toda claridad notamos su acción. En la primera se nos presenta en el cielo hablando con Moisés y Elías. En la segunda lo vemos subir al cielo hasta desaparecer de la vista de ellos. Dos figuras claras aunque sin palabras. Nos lo viene recordando desde mucho tiempo antes de estos dos sucesos importantes. Sólo tenemos que mirar en los evangelios y nos daremos cuenta de ello. También lo podemos encontrar en el Antiguo Testamento desde el primer encuentro de Dios con el hombre en la creación, donde ubica a sus criaturas predilectas en un lugar muy especial, el “Paraíso Terrenal”. Podemos inferir que Jesús nos quiere en el Paraíso Celestial cosa que establece con mucha claridad en los evangelios, en especial en el de San Juan: En la casa de mi Padre hay muchas mansiones…; Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia…; No quiero la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva… Estos y muchos otros pasajes bíblicos nos reafirman que el Señor quiere que nosotros, cuando nos llegue el momento de nuestra partida, pasemos de la vida temporal a la eterna para vivir en el paraíso, en las mansiones celestiales. Como diría la canción que tantas veces hemos cantado en los círculos de oración: “caminando por las calles de oro con Jesús”. ¿No te parece que debemos aceptar su invitación? Ánimo hermano, dile sí a la invitación que te hace el Señor, creo que vale la pena.
Cuando el Ángel anunció a María que iba a ser la Madre del Salvador, ella le dio el sí sin pensar en las consecuencias que podría tener. Es el sí que disfrutamos todos por medio de la redención, que traería al mundo el Redentor que, de su seno virginal, habría de nacer. A nosotros nos toca darle nuestro sí, que viene a complementar el de nuestra madre del cielo. Como nos diría San Agustín: “aquel que te creó sin tu consentimiento, no puede salvarte si tú no quieres”. Dios no requiere de nuestra aceptación, ni cooperación para formarnos en el vientre materno, pero necesita de nuestro consentimiento para darnos el regalo de vida eterna; regalo que nos fue ganado a precio de dolor y sufrimiento por la pasión y muerte de su Hijo en el suplicio del calvario. Para bendición nuestra el Salvador del mundo, el Emmanuel, hace posible nuestra entrada al paraíso al pagar nuestra deuda. Debemos entonces hacernos la siguiente pegunta: ¿Sería que Jesús sabía lo que el Padre Eterno quería para nosotros? Claro que lo sabía y también nosotros lo sabemos, él nos lo prometió; de lo contrario, no hubiera dicho que iba a prepararnos un lugar en el cielo. No olvidemos que para el cristiano morir es pasar de la vida temporal a la vida eterna. En realidad no es el fin de todo, por consiguiente la muerte no nos puede vencer. Jesucristo dijo: “yo he vencido la muerte” y nosotros en Cristo seremos vencedores.
Un relato que podría resultar interesante con respecto a este tema: Se dice de dos personas que discutían si hay vida después de la muerte; uno estaba muy bien educado y el otro era un pobre campesino. El primero decía que era ateo y el otro un católico humilde. El intelectual afirmaba que todo termina con la muerte, por eso no creía en Dios y que no hacía falta hacer nada para llegar al cielo y salvarse. El humilde campesino insistía en la importancia de orar, ir a misa, hacer buenas obras y vivir como un buen cristiano. Ninguno convencía al otro. Pero se le ocurre al cristiano poner la ficha del cierre a la discusión. “Si no hay vida eterna yo perdí mi tiempo en esta vida, todo lo que hice fue en vano; pero si hay vida eterna lo he ganado todo porque viviré con Dios para siempre, seré eternamente feliz. Por otro lado, tú lo habrás perdido todo y nunca verás el rostro de Dios ni tendrás felicidad alguna; te acompañará el demonio y horribles tormentos por toda la eternidad. Tú escoges.” ¿No te parece algo interesante y que nos debe poner a pensar si vale la pena seguir a Jesucristo, quien vino a salvarnos y llevarnos a la casa del Padre? Él nos dijo que quien lo ha visto a él ha visto al Padre porque “el Padre y yo somos una misma cosa”. A Dios lo vemos en cada criatura salida de sus manos, el sol, la tierra, las estrellas y todo lo que existe sobre la tierra, porque todo nos habla de él.
La invitación que nos hace el Señor requiere desprendimiento de nuestra parte porque no es posible seguirlo si estamos apegados a las cosas que nos atraen en este mundo, que no son pocas. Nosotros sabemos que por buenos que sean los ofrecimientos de este mundo todos son pasajeros, se acaban en un cerrar y abrir de ojos. Los que “pintamos canas” nos hemos dado cuenta de que hace muy poco tiempo atrás estábamos trabajando, teníamos hijos pequeños y con mucha esperanza de hacer realidad unas cuantas ilusiones. De momento nos encontramos con la realidad de que ya no trabajamos, nuestro hijos están casados, tenemos nietos y estamos en el ocaso de nuestras vidas. Esto me recuerda las palabras de aquel gran misionero español en su predicación sobre las postrimerías, decía: “Vida breve, tiempo incierto, hoy vivo, mañana muerto”. Mi comentario en relación a la predicación del padre Junquera es que, ayer como hoy esto aplica perfectamente. Somos muchos los que necesitamos que resuenen en nuestros oídos frases como estas. Aplica muy bien a un pueblo que vive en el ruido y el bullicio, que no está presto a escuchar la voz de Dios. Peor aún, creo que mucha gente vive como si Dios no existiera. Algunas creencias modernas así lo enseñan y hasta en las universidades hay profesores que inculcan la inexistencia de Dios a sus estudiantes. Deberíamos prestar más atención y estar más pendiente a lo que nos indican los signos de los tiempos. La misma naturaleza que nos habla en todo momento; en cada detalle podemos ver la mano de Dios. Recordemos lo que nos quiere decir el Señor en el libro del Génesis cuando terminada la obra, descansa el séptimo día. El Señor hace todo con el poder de su Palabra pero deja al hombre encargado de la continuación de su obra, no para destruirla sino para continuarla.
Esto también nos debe recordar las palabras de San Pablo: “Ustedes saben que tienen que dejar su manera de vivir, “el hombre viejo” cuyos deseos falsos lleva a su propia destrucción. Han de renovarse en lo más profundo de su mente, por la acción del Espíritu, para revestirse del Hombre nuevo” (Efesios 4:22). Seguramente nos invita a cambiar nuestra forma de pensar, actuar y vivir; naturalmente debe ser conforme a su ejemplo y su divina palabra. Hagamos el propósito de cambiar de actitud con respecto a la invitación que nos hace el Señor. ¿No crees que debemos pensar, seriamente, en aceptar su invitación? Yo creo que sí, y estoy seguro que redundará en vida plena y abundante, en vida eterna al lado del Señor para siempre. Nos dice el salmista hablando de las maravillas de la creación, la luna, el cielo y las estrellas, que Dios no se debería fijar en el hombre hijo de Adán y lo pone de forma pintoresca cuando dice: “¿Quién es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él cuides?“pero dice después: “Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y grandeza; le entregaste las obras de tus manos, bajo sus pies has puesto cuanto existe” (Salmo 8) interesante por demás. Ahora vas entendiendo por qué insisto tanto en que aceptemos su invitación y le sigamos sin miedo a extraviarnos.
La pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Porqué tengo o debo aceptar su invitación? Es muy sencillo, pero no te lo voy a decir yo, prefiero que te lo diga el mismo Señor. “Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Todos ustedes fueron bautizados y se revistieron de Cristo… Pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús. Y si ustedes permanecen en Cristo, son por lo tanto la descendencia de Abraham; ustedes son los herederos en los que se cumplen las promesas de Dios” (Gálatas 3:26,27,29). Y, para que lo entendamos mejor, añade el Señor en la carta a los Efesios por la pluma de San Pablo: “En Cristo, Dios nos eligió desde antes de la creación del mundo para andar en el amor y estar en su presencia sin culpa ni mancha. Determinó desde la eternidad, que nosotros fuéramos sus hijos adoptivos por medio de Cristo Jesús. Eso es lo que quiso y le pareció bueno para que se alabe siempre y por encima de todo esa gracia suya que se manifiesta en el Bien Amado” (Efesios 1:4-6). Creo que San Juan lo dice de forma muy convincente en aquel famoso diálogo con Tomás. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí” (Juan 14:6). Podríamos decir que esto es más que suficiente, por lo que no haría falta ningún otro comentario al respecto; pero hay algo más que me interesa compartir. El llamado a que lo sigamos está muy claro dentro de las Sagradas Escrituras y no lo podemos pasar por alto. Es clara la insistencia de Jesús a que lo sigamos y aceptemos su invitación que no se puede obviar, es tan evidente y se repite una y otra vez.
No podía dar por terminado este tema sin dar un vistazo por los Salmos porque en ellos siempre podemos conseguir mensajes alentadores que fortalecen nuestra vida espiritual. Quise ver lo que encontraría comenzando con el primer Salmo de la Biblia que compara al hombre a un árbol lozano y frondoso. “Es como árbol plantado junto al río que da su fruto a tiempo y tiene su follaje siempre verde, pues todo lo que él hace le resulta” y dice en el último versículo: “Porque el camino del bueno Dios conoce, pero el sendero del impío se pierde“. El Salmo 5 nos alegra el corazón, dice el escritor sagrado. “Cuantos a ti se acogen que se alegren y su alegría dure para siempre; proteges a los que quieren tu nombre, para ellos tú eres su contento. Señor, tú das la bendición al justo y tu bondad le cubre como escudo“. El Salmo 119 “Tu palabra ha dado demasiadas pruebas, y tu siervo te ama“. Esta debiera ser nuestra actitud y convencimiento, creerle al Señor y amarlo por ello. Me gustaría concluir leyendo lo que nos dice el Salmo 121: “Te preserva el Señor de todo mal y protege tu vida. Él te cuida al salir, al regresar, ahora y por siempre“. Esto nos debe llevar no solo a aceptar su invitación sino a dedicarle toda nuestra vida a reconocer su señorío en nuestra existencia. ÉL es nuestro Creador, somos su pertenencia y merece todo nuestro amor y alabanza. Me parece prudente leer con detenimiento lo que nos dice San Pablo en la carta a los Hebreos y sería bueno que lo pongamos en práctica: “Por medio de Jesús ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza” (Hebreos 13:15).
En mi libro dedicado a la Renovación Carismática escribo bastante sobre la importancia de, en Cristo, ser alabanza del Padre. Tenemos que vivir en esa alabanza que Dios quiere de nosotros. Dios tiene que ser alabado y bendecido en nuestras vidas por todo y con todo lo que somos y hacemos. Como rezamos en las completas de la Liturgia de las horas todas las noches: “… y esta bondad de tu empeño de convertir nuestro sueño en una humilde alabanza” (parte del himno 1 completas). Ser alabanza de Dios incluye nuestro tiempo de descanso, nuestro sueño. Recordemos lo que nos dice San Pablo: “Si tenemos la vida del Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5:25). No podemos dudar que el Espíritu Santo nos ha de guiar en esa dirección. No solamente nos hará personas de alabanza y oración, sino que también nos guiará en el cumplimiento de la voluntad divina como lo revela en su santa palabra. Cuando vayamos logrando paulatinamente todo esto, veremos la gloria de Dios. Para entender y empezar a vivir esa realidad, solo tenemos que leer las Sagradas Escrituras, especialmente los salmos u orar usando la Liturgia de las Horas. Fácilmente entramos en alabanza al Señor, porque de eso se trata orar y alabar al Señor. “Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios” (Salmo 102). ¿Usted no cree que cuando leemos palabras como estas en cualquiera de los salmos no vienen a nuestro corazón deseos de alabar y bendecir al Señor? Esto me lleva a pensar aquello que dice la Escritura: Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Claramente nos lo dice San Pablo en la segunda carta a los Romanos “vivos o muertos somos del Señor“. Espero que les haya quedado clara la importancia de aceptar la invitación del Señor. Debemos cuidarnos de no ser llamados por el Señor hijos degenerados y pervertidos como, claramente, nos dice en el libro del Deuteronomio 1:12. “Aceptemos su invitación“. Que el Señor te ilumine y te bendiga.